Colitis (final)

Lo que me faltaba, —interrumpe quien no debería, cómo no aguantar el puto catalán.
Si no te gusta, ¿qué haces aquí, Paco? —Pepe se dirige al facha, con soberbia—. Hasta donde yo sé, cuando tú llegaste aquí, no eras más que un crío. Vamos, que te has criado aquí, así que menos tontás y más pagar la cuenta a menudo, que no veas el pufo que me tienes montao.
Nada que añadir, señoría. —deja ir, con retintín, nuestra protagonista— Y usted, ¿que opina? —se dirige al único personaje callado hasta ahora—. ¿No será también uno de ellos?

Con el gesto ensombrecido, debido a ser invitado a participar, el tipo extraño y callado se atusa la ropa, pasa las manos, de arriba abajo, por su cara y se aclara la voz. (Como narrador sería un gran hijo de puta si lo dejara aquí, ¿verdad?)

¿Qué quieres que diga, muchacha? Seguro que tú tienes mejores argumentos para rebatir a este espécimen que yo —echa mano a su bolsillo, todo su brazo derecho está en tensión—. Lo único que puedo aportar al discurso es que, este macho cabrío que tenéis delante, es hijo de general franquista. No os extrañe toda la basura que es capaz de vomitar. Este desgraciado que tenéis delante es Francisco Rodríguez Rodríguez y no es casualidad que se repitan sus apellidos, sus padres eran primos hermanos —el tono de su voz se ha relajado, adquiriendo un matiz sereno y, a la vez, siniestro—.
¿Cómo cojones sabes tú eso? —el pobre idiota deja entrever una mezcla de enfado y miedo, en su voz—.
Espera, Pepe, que aún habrá gresca y no seré yo quien la haya organizado —ríe ella, cómo no—.
Lo sé, como sé quién era tu maldito padre: César Rodríguez Alcurnia, un general nacional, al que se le atribuyen atrocidades como: asalto, asesinatos fuera de la guerra, violación y esclavitud, nada que no pueda atribuírsele a tantos otros generales de Franco —aprieta el puño, dentro de su bolsillo, al sacar su mano de él puede verse una Glock G42, con ella apunta al sapo cirrótico—. Pero tu padre, tu padre era especial. Era especial porque decidió que sería buena idea entrar una noche cualquiera, de borrachera con su compinches, en una humilde casa obrera. En mi casa. Y, ¿sabes qué más se le ocurrió a esa cabeza inmensa y vacía? Tuvo en gracia iniciar una violación en grupo… —traga saliva mientras trata de conservar la serenidad—. Y, por supuesto, el marido de la víctima sobraba, un tiro en la cabeza y dos en el pecho, toda una ejecución. No se preocuparon, siquiera, de registrar las habitaciones. Lo escuché todo y, sinceramente, habría preferido ser ejecutado yo también. Oh, por cierto, madre se suicidó dos años después, no pudo soportar vivir con aquello, no la culpo.

El resto de habitantes del momento ha enmudecido, nadie sabe qué hacer o decir. Los semblantes pálidos son lo único que pueden aportar a la situación, mientras, la Senyora Quimeta tiene aspecto de no estar llevando demasiado bien el asunto.

Yo... Yo no sabía… —balbucea, con los ojos empapados, a punto de romper a llorar de puro pánico.
¡Calla! —interrumpe el intruso— ¡No tienes puto derecho a hablar! Llevo aquí sentado casi una hora, esperando escuchar de ti algo que me hiciera cambiar de opinión. No lo he encontrado, más bien he comprobado que estás hecho a la imagen de tu padre. ¡Maldito fascista de los cojones! ¿Sabes?, llevaba 30 años sopesando si matar a tu padre merecía la pena. Murió hace dos años, perdí mi oportunidad. Aunque su entierro me dio un nuevo objetivo, resulta que su hijo, del que había perdido la pista, no vivía lejos. Genial… —su voz toma matices afables, algo que no se podría haber predicho. Ha tomado una decisión y ya no hay vuelta atrás—. Y aquí te tengo, delante de mí, acojonado, como siempre quise ver a tu padre. Está siendo de gran ayuda que os parezcáis tanto, de veras. Gracias. Para darle algo más de lírica a esta ejecución, ¿querrías decir algo? Ten en cuenta que será lo último que salga de tu boca de cerdo nacional.
Oye, o-ye… En serio. No hace falta llegar a estos extremos, de verdad. Guarda eso, por favor, vas a hacer daño a alguien. Déjalo estar, por favor. Si lo dejas pasar, nadie llamará a la policía, palabra —inútil intento del regente de evitar una sonada tragedia—.
Pepe, ¿verdad? No te metas, te lo pido —responde el armado desconocido—. Sé que es tu negocio, te pido disculpas por todo esto. Mantente al margen, esto acabará pronto.
¿Qué mierda quieres que diga? —interviene, sabe que no importa lo que pueda decir— Yo no soy mi padre…
Cierto, no lo eres. Pero, casualidades de la vida, cuando recuperé tu pista, decidí estudiar tu vida, como lo hice con la de tu padre. Y, ¡sorpresa!, resulta que tú tampoco llevas demasiado bien eso de las mujeres, ¿eh? ¿Qué pasó con Vanesa López? Libre por inconsistencias en la declaración, vaya. ¿No la violaste? Vamos, sé que lo hiciste. ¿Y tu ex-mujer, Goya? Esa denuncia sí tuvo un final adecuado, ¿de cuánto es la orden de alejamiento?
¡¿Ves?! Lo sabía, joder… —interrumpe la joven, dirigiéndose al mesero—.
¡¡¡Niña!!! ¡Cállate, que nos pelan! La virgen… —le responde Pepe—.

Durante este último tramo de discurso, el anfibio amarillento se ha dedicado a rezar entre dientes. Es su último recurso, no es capaz de implorar perdón de nuevo. No tras lo que su verdugo sabe de él. Tras unos segundos de silencio, un chasquido seguido de un estallido. Una bala del calibre 9 corto atraviesa la pared frontal y posterior del cráneo del viejo. Una serena sonrisa en los labios del ejecutor, un “¡Hostia puta!” saliendo de la boca de ella, un camarero agazapado tras la barra y una anciana sufriendo un infarto, nada más. Silencio. En el tiempo que se acomodan los oídos, tras un tiro, él se gira hacia la barra, aún sonriendo.

Os pido disculpas de nuevo, no teníais por qué ver esto. Era una oportunidad de oro para mí —mira hacia atrás y ve a la vieja rígida en el suelo—. Creo que la Senyora Quimeta no lo va a contar, lo siento de nuevo. Gracias por vuestra paciencia.


Tras su pequeña intervención, coloca el cañón de su G42 bajo su maxilar inferior, en diagonal hacia la coronilla. Otro disparo. Cae al suelo con la sonrisa fija en su gesto. Se acabó para él, se acabó para Paco, el facha y, quién lo iba a decir, también para la Senyora Quimeta.
 
Bueno, Pepe —habla nerviosa—. Vamos llamando a la policía o haces croquetas para los próximos tres meses, tú decides.


El regente le mira, escrutándola, pero no puede contener la risa floja.


Ve llamando, hija. Yo debería ir al baño. A limpiarme.

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