Canibus

[Este relato fue presentado en calidad de candidato al 1r Concurso de Relatos de La Compañía del D20, una asociación lúdica situada en Cabra, Córdoba. Tras haberse pronunciado el veredicto (a día 3 de mayo del 2020), procedo a publicarlo libremente, sin detrimento del nombrado concurso ni de sus condiciones de participación].


...lo que trato de decir es que la sentencia “uno para todos y todos para uno”, no es más que una lindeza sin mucho más peso que el del énfasis en la camaradería, que por otro lado no era tal, y una pincelada de epicidad a la ya exagerada historia que Dumas estaba contando. —En ese momento reparó en que su interlocutor no prestaba atención a sus palabras, calló—. ¿Acaso está escuchando lo que le explico?
Disculpe, —dio un sorbo a su agua sucia con olor a café— me preocupa lo que nos ocupa a ambos, en estos momentos. ¿Cómo dice que pretende que entremos al casoplón Cadbury? —Lanzó una mirada inquisitiva, aunque temerosa, al charlatán de su socio—.
¡Maldita sea, Lily! ¿No acordamos no discutir los términos de nuestra colaboración en lugares públicos, a no ser que nos encontrásemos en itinerario?
Cierto, Rose, cierto. Disculpe de nuevo. La verdad es que no consigo templar los nervios, entiéndame…
En ese caso, —se dirigió a la barra, a la camarera que renqueaba, muy probablemente por la polio— dos bourbon dobles, señorita. Y la nota, si es tan amable. —golpeó con su vaso vacío, tras apurar el último trago de tenesse straight.

La pobre coja navegaba como podía de la barra a las mesas y vuelta a la barra. Algún desalmado inversor decidió que era una maravillosa idea contratar solamente a un cocinero y una camarera para dar servicio a la única cafetería de Haymarket Station. Una mujer oriunda de la zona, que ya había vivido sus mejores días, y un joven medio japonés, medio georgiano. Del estado, no del país. Menuda elección. Tremenda, teniendo en cuenta que corría el año 1948. La mujer alcanzó la mesa, les sirvió las copas y dejó la nota, con una sonrisa. “Si no sonríes, no comes, Judy”, le recordaba siempre el obeso patrón. “Las propinas, las propinas, mendicidad laboral, ay”, pensaba ella.
Disculpen la osadía pero ¿no es muy temprano para beber? ¿No les apetecería más unas tostadas francesas y unos huevos revueltos? ¿Un zumo de naranja? —“Sonríe, Judy, las medicinas no son baratas, mujer” sonaba en su cabeza.

Oh, para nada, señorita. Verá, no es extraño ver a dos agentes federales, fuera de servicio, bebiendo. Acompañados el uno del otro. Este país merece unos trabajadores públicos unidos y en buena sintonía. ¿No cree? —Lily le observaba con incredulidad. La imaginación y el desparpajo con el que acostumbraba a mentir le sorprendieron desde el primer día—.
Vaya, vaya. Espero que la Administración de este magnífico país les permita dejar una adecuada, ya saben, ‘ahem’… —Se marchó, guiñando un ojo y dejando una mueca.

Para ser del todo honesto cabría decir que, tanto Rose como Lily, eran dos hampones del tres al cuarto. Un estafador con suerte, el primero; un vulgar asaltador de la propiedad, el segundo. Dos hampones con ínfulas, pues ambos tuvieron suerte en sus “trabajos”. Se conocieron en el Black Cat, en Cedar Street, Roxbury. Dos buscavidas de Roxbury, apuntando alto, muy alto. Llegados a este punto, me gustaría anotar que su primer encuentro fue, cuanto menos, curioso. Lily había “recaudado” una buena suma en un discreto golpe. Tuvo a bien ser el primero en “visitar” el local del recién difunto Bob Satoransky, un prestamista y extorsionador del propio Roxbury. Conclusión: 30.000$ en efectivo y unos cinco mil en joyas. Bien; pícaro y atento, como era Rose, escuchó este rumor y no pudo esperar a encontrarse con Lily, en su lugar habitual de ocio: el Black Cat. Rose tenía una oferta irrechazable para Lily, una de esas inversiones que harían perder la cabeza al más sensato: una colección de sellos conmemorativos de la Segunda Guerra Mundial. Por supuesto, Rose no tenía acceso ni a una sola pieza de esa valorada colección pero ¿cómo iba a saberlo el suertudo ladrón? El caso es que la divina providencia decidió materializarse en el Black Cat, cuando Lily estaba dispuesto a entregarle en mano al estafador diez mil dólares. La suerte se presentó a modo de borracho airado. Dicho personaje increpó a Rose. Le recordaba de un trato fallido en otros tiempos, en East Boston. Por el inescrutable devenir de la realidad, Lily, aún enloquecido de rabia por el intento de estafa, decidió interponerse entre el borracho y Rose, impidiendo así que éste fuera acuchillado por el tunante ebrio. Una disculpa y la promesa de una fructuosa sociedad, hicieron cambiar de parecer a Lily y comenzar a ver en Rose un prometedor socio; el mentiroso podía llegar a ámbitos que a él mismo se le escapaban y viceversa. Una simbiosis muy beneficiosa, si me preguntasen.

Va siendo hora de moverse, vamos. —Lily se levantó y dejó 4 dólares en el platillo de las propinas, asegurándose de que Rose abandonara la mesa antes que él, dijo:— Pase usted, por favor. Deberíamos ir a echar un vistazo al lugar.
Un día radiante, para ser Boston. Los trajes de algodón hilado con poliéster no ofrecían cobijo a los extraños veinte grados de una mañana de marzo bostoniana. Nuestros elegantes delincuentes se dirigían a Stillman Street. Allí, Rose había encargado ropas de trabajo para hacer más creíble la incursión en la mansión Cadbury. Una gran excusa, según Rose. Una muestra de acomodamiento, si preguntásemos a Lily.
Por cierto, lo olvidaba por completo. Como podéis imaginar, Rose y Lily no eran sus nombres reales. Curiosa y hortera casualidad, si así fuera. El nombre de Rose era Ambrosius Schmidt, tercera generación de una familia inmigrante, procedente del sur de Prusia. Lily, estadounidense de pura cepa, descendía de colonos holandeses. Su nombre era Constantine Hansen. En su caso, era una adaptación angloparlante a Janssen, no el apellido Hansen de Noruega.
Pero basta, dejad que me centre, tras este pequeño paréntesis de geografía barata. El caso es que ambos hampones se encaminaban a Stillman Street, a pertrecharse para el golpe. Os dejo con ambos frente a la puerta de “Stand Still – Uniformes y vestimenta laboral”.

Lily, verá lo que he encargado. Le va a encantar. —Lily se mantuvo en silencio y señaló la puerta—. Sí, por supuesto. Entremos.

Las bisagras del establecimiento graznaron como cuervos mientras una tonada asimétrica a piano, disparada desde un gramófono, llenaba la estancia. ¿Duke Ellington? Sí, parecía El Duque. Un bonito local: paredes forradas en caoba dibujaban nichos donde se agolpaba la ropa, perfectamente doblada y organizada por sectores laborales. A mano izquierda: ropa blanca, azul y verde; uniformes para cocina, para medicina y enfermería, farmacia y demás cometidos sanitarios. Dos hileras de percheros cobrizos, con delantales, batas y chaquetas varias, a derecha e izquierda de un pasillo vacío. Por ese pasillo habrían de pasar los compradores, todo organizado como en una pintura de técnica y geometría exquisitas. Al fondo del nombrado paso libre, un mostrador de caoba maciza y una caja registradora de altísima factura. En la pared a mano derecha: pertrechos que iban de un color entre ceniciento y terroso, a gris marengo; uniformes de calado industrial y para cometidos más agresivos para con el ropaje. Se abandonaba el algodón bien hilado, de la pared contraria, en favor de lonas, mezclilla y otras fibras mucho más resistentes.
La justa iluminación de la estancia, diáfana como ya he descrito, invitaba al visitante a pasear y sentirse como en una boutique de lujo o, incluso, en una recepción del burgués de turno.
Volvamos a centrar nuestra atención en el mostrador labrado en caoba y en la figura que lo presidía: un menudo hombrecillo, de avanzada edad. Canoso y calvo. Una sonrisa enorme se dibujaba, impertérrita, en su amable faz. No me malinterpretéis, nada ofrecía el más mínimo germen de desconfianza, en aquel gesto agradable y sonriente.

¡Buenos días, Sr. … em… Rose! Sr. Rose. Tengo preparados los encargos que realizó el martes. Denme un segundo, están en la trastienda.
Sin problema, Sr. Covington. Aquí esperaremos. —miró a Lily con una sonrisa de satisfacción, ladeando su cabeza con sorna.

Rose, por favor, no es necesario. No he desconfiado de usted en ningún momento —mentía—, sencillamente hay algo en todo esto que no me acaba de gustar.
No ha de preocuparse por nada, Lily. En cuanto salgamos por esa puerta, responderé a cualquier duda que se haya presentado en su derrotista y atribulada testa.
No dudo en que lo hará, Rose. —dijo musitando, con cierto hastío.

Tras unas cortinas de grueso terciopelo, asomaban las manitas del diminuto tendero. En ellas podían verse dos uniformes completos, distintos a simple vista, que escondían por completo a su portador. Una escena curiosa. Tanto por su inherente comicidad como por la asombrosa pericia demostrada por el dependiente, dada su reducida estatura.

Aquí los tengo: carpintero y electricista. Con sus botas, sus cinturones multiusos e, incluso, me he permitido el lujo de añadir guantes a cada conjunto. Si es que está usted dispuesto a comprarlos, claro. Es una pequeña licencia que me he tomado, en vistas de que pidió explícitamente uniformes completos. —miró a Rose, con esa sonrisa bobalicona y sincera.
Perfecto, peeeerfecto. ¿Ve, Lily? Nos vendrán que ni pintados.
Sí, sí. Ya veo que lo tiene todo pensado. ¿Podemos pagar y ponernos en camino? La “reparación” no va a hacerse sola.
Claro, mi apresurado compadre. Sr. Covington, acordamos veinte dólares, ¿cierto? —dijo mientras inflaba su pecho con orgullo.
¡¿VEINTE DÓLARES?! ¿Ha perdido usted la cabeza? —gritó Lily.
Discúlpeme el apunte, caballero: se han hecho ustedes con dos uniformes para diez años de trabajos en las más duras condiciones. Aquí solamente servimos ropas de la mejor factura y, además, ofrecemos los mejores arreglos de la ciudad. —Lily sintió la indignación en sus palabras.
Vamos, Lily. Ya ha oído al Sr. Covington. Sólo lo mejor. Merece esa suma e incluso más.

Lily, con gesto de resignación, se despidió sin palabras y dejó la tienda para esperar a su compañero en la acera. No quería saber más del tema, sólo a cuánto ascendía el pago por el supuestamente sencillo trabajo.

Un minuto más tarde salió Rose del establecimiento, con una amplia sonrisa. Sin pensarlo demasiado, se dirigió a su camarada con la más amable de sus caras. De su enorme abanico de caras fingidas, por supuesto, las cuales Lily ya conocía bien. Segundos después, se dispusieron a tomar camino hacia el 139 de Salem Street. Justo en la esquina con Prince Street. Durante el trayecto, esto fue lo que ocupaba su conversación:

Venga, Lily. No se amohíne, mañana seremos ricos.
Déjeme dudarlo. Esta es una de esas veces que me permito el lujo de no creer la mitad de palabras que salen de su pérfida boca. —dijo, sensiblemente enojado.
Pero ¿cuándo le he fallado yo? Oh, entiendo. Tiene todo el derecho a desconfiar, cierto. Disculpe. Aunque, créame: no esta vez. —introdujo su mano derecha en el bolsillo de su americana y sacó una tarjeta de visita—. Mire, Lily, mire.
Debe ser algún tipo de broma. ¿Está jugando con mi paciencia?
¡Jamás probaría a hacerlo! No, conociendo su genio. Es completamente cierto. Yo tampoco pude creerlo, cuando lo vi. El Sr Hawthorne parece realmente interesado en adquirir esa pieza y lo demuestra ofreciéndonos esta cuantiosa suma. —volvió a sonreír, esta vez con la sincera y estúpida sonrisa de un niño, en la mañana de Navidad.
Rose… Esto significa que podríamos retirarnos esta misma noche. No más apodos, no más subterfugios, no más Roxbury… —su mirada de sorpresa e incredulidad no conseguía disiparse.— Medio millón… —dijo susurrando—. Medio millón. Esto, esto es magnífico, Rose. Le felicito. —acompañó estas palabras extendiendo su mano hacia su interlocutor.
En efecto, mi desconfiado amigo. Lo es, es magnífico. Pero no nos entretengamos más, vayamos a la Mansión Cadbury. ¡Esas reformas no se realizarán por sí solas! —dijo esto señalando teatralmente en dirección a su destino.
Un momento. Antes quisiera saber qué le hace pensar que esta es una buena coartada.
Oh, cierto, cierto. Disculpe. Digamos que un avecilla cotilla me puso en conocimiento de que la mansión está, por ahora, desocupada y a la espera de una restauración a fondo.
No dejará de sorprenderme nunca, Rose. Vayamos, tengo ganas de acabar con esto.

No se dilató demasiado el paseo. La Mansión Cadbury y la tienda de ropa se encontraban a apenas quince minutos, si se caminara con parsimonia. Los dos delincuentes aprovecharon uno de los callejones perpendiculares a Salem Street para vestirse con los uniformes y esconder los trajes que vestían hasta el momento. Cinco minutos después se encontraban frente a la tantas veces nombrada mansión.
Un edificio ocupaba toda la esquina. Cinco plantas, bien integrado en la ordenanza arquitectónica de la zona. Tres grupos de balcones cerrados, pintados en un verde oscuro y mate, sobresalían de la estructura, marcando la diferencia respecto al resto de construcciones; uno en el chaflán, dos a tres cuartos de la propia edificación. Nacían en el primer piso y llegaban al cuarto. Una portalada de hierro forjado, pintada del mismo verde, coronaba el acceso. Más allá de ella, un sencillo escritorio de roble y un hombre vestido de gris, tras él. Los relojes marcaban ya las doce y media.

Buenas tardes, caballero. Venimos de Embellishments & Reforms. Hoy toca alicatados en madera e instalación eléctrica. Bueno, hoy y lo que queda de semana. Creo que nos estaba esperando, ¿me equivoco? —Rose hizo un disimulado gesto a su acompañante, para que entrara con él y le siguiera el juego.
Vaya. Sí, por supuesto. He de decir que les esperaba algo más temprano pero supongo que más vale tarde que nunca, ¿verdad? —una oronda y diminuta figura se erguía desde detrás del escritorio, alargando la mano para estrechársela a Rose—. Acompáñenme, por favor, les abriré la puerta principal y las estancias que requieren de su atención.


Un enorme y alto recibidor, con las paredes en haya envejecida, ofrecían un adecuado ambiente para todo aquel que hubiera concertado visita en la casa de los Cadbury. Varios sofás de alta factura, tapizados en verde olivo, con las patas labradas y cubiertas en pintura dorada, quedaban dispuestos a lo largo de las paredes. Todos ellos con mesita de café, hasta arriba de libros para escoger y lámpara que facilitaba su lectura. Siete, contaron los falsos operarios. Al fondo, una nueva puerta. Esta en madera de nogal, embellecida y con grabados que la hacían recargada e insoportable a la vista; era el acceso a la vivienda.
El interior de la misma era otra historia. La ausencia de luz artificial y el mar de telas amarillentas que cubrían el mobiliario, daban un aire asfixiante y fantasmal a cualquiera de las estancias por las que pasaban estos tres hombres. Las puertas de acceso a una u otra habitación eran los únicos muebles visibles. Todas con grabados en sus marcos, unas con dibujos más cargados que otras pero había algo común en todos ellos: parecían extensiones concéntricas pero asimétricas, a un lado y otro, de un cuerpo incompleto que coronaba el centro de todos los marcos. Esta suerte de extremidades de un algo inacabado, iban a morir al pie del marco, a ambos lados.
Una sensación de desasosiego y extrañeza comenzaba a recorrer la mente de Rose y Lily. Se miraban entre ellos, con cierta extrañeza, buscando la complicidad del otro.
En estas, llegaron a la tercera planta, su destino. Hablaría Rose, cómo no.
Enorme, es enorme. ¿Cómo consigue realizar el mantenimiento de este ciclópeo edificio, usted solo? —decidió pronunciarse para deshacerse de esa sensación que le atenazaba el pecho y empezaba a dormirle los brazos. No con mucho éxito, añadiré—. Según mi parecer, es demasiada tarea para un solo hombre. Un esfuerzo titánico, diría.
Bueno, bueno. Tampoco es tanto. El Señor dispone de un buen servicio. Aquí suelen trabajar unas diez personas. —Separó un llavero, del manojo que llevaba encima—. Estas son las llaves que necesitarán, creo que será más cómodo para ustedes así.
Muchas gracias. —intervino Lily—. Comencemos, el trabajo no se hará solo. Muchas gracias, caballero. Continuaremos solos desde aquí.
Sin problema. Si necesitan algo, estaré en la recepción.

Lily abrió la puerta de una de las estancias que habrían de acondicionar y comenzó a ojear cada rincón del techo. Visto esto, el conserje tomó el camino de regreso a su puesto.

Lily, hemos de subir a la siguiente planta. Supuestamente, allí se encuentra nuestro objetivo. Un colgante de oro rosa, con un zafiro amarillo coronando la pieza central. —Un inesperado escalofrío recorrió su espalda—. Disculpe que le pregunte pero ¿no siente usted una sensación extraña, desde que entramos en la vivienda? ¿Será la excitación del momento, por estar tan cerca?
No me siento orgulloso de reconocerlo pero sí, algo he notado. Hay algo en todo esto que no acaba de convencerme y el estado actual de las estancias, con tanto trapo, tanta sábana, sin apenas iluminación… No sé, Rose. No sabría cómo expresarlo. Hay algo en este lugar que me inquieta y me eriza los nervios. En todo caso, subamos. Acabemos cuanto antes con todo esto. Mañana por la mañana seremos ricos.
Tiene toda la razón, acabemos cuanto antes. —Tomó la iniciativa, camino a las escaleras de subida al piso superior.

Algo era distinto aquí. Ya no las filigranas tentaculares de los balaustres de madera que mostraba la barandilla, más complejos y retorcidos; las propias escaleras presentaban marcas, arañazos, un desgaste inusual que evocaba a ese cine de monstruosidades y seres sobrenaturales de una época anterior. Tampoco acompañaba la absoluta oscuridad que imperaba en la cuarta planta. Se dejaba ver como el descenso al abismo, sólo que no descendía si no que conducía hacia arriba. Hacia un negro e insondable vacío.
Rose alcanzó la clavija de la luz, situada al principio de la nombrada escalera y la accionó. Sin respuesta. Con más ambición que valentía comenzó a subir por ella, con tiento. Poco después pudo reconocer la necesidad de ayudarse del mechero de su abuelo, compañero fiel y mudo desde hacía años. Al alcanzar la cuarta planta, ambos ya con sus mecheros por candil, se cercioraron de lo que habían sospechado hacía unos segundos: no iban a disponer de iluminación artificial.

Rose… —suspiró y se recompuso—. No será fácil encontrar nada aquí, sin luz.
Vamos, Lily. En cuanto alcancemos una ventana será coser y cantar. —No creía sus propias palabras. El ambiente cargado y húmedo que reinaba en esta planta le mantenía tenso y atenazado en sus propios malos pensamientos—. Es extraño, ¿verdad? Todos esos labrados en la madera. En los marcos y la barandilla a este piso. Las anteriores eran balaustradas y pasamanos recargados, sí, pero no de este modo tan… ¿acuá…?

De pronto, como un relámpago, una bruma atravesó el pasillo de lado a lado. Lily se encontraba solo, su compañero de fechorías había desaparecido. En la estancia, solamente él y un ¿jadeo? ¿Eran realmente jadeos y gruñidos o estaba enloqueciendo? Mechero en mano, cual antorcha en tumba antigua, trataba de alcanzar la puerta más cercana.

¿Qué demonios? —musitó aterrado.— ¿Qué diablos ha sido eso? Rose, por lo que más quiera, si todo esto es una broma, es del peor gusto posible. ¡No tiene maldita gracia, Ambrosius! ¡NI PUTA GRACIA! Perros, aquí arriba… No, no puede ser. Debe ser mi imaginación. Encuentra la joya y sal de aquí, Constantine… Mañana serás rico. Encuentra la joya y se acabó, vamos… —susurraba todo esto para sí, tratando de darse ánimos, pero de poco servía.

La primera puerta a su derecha, parecía un dormitorio infantil. Dentro los gruñidos se le antojaron más intensos; cerró con premura. Siguiente puerta, un baño; imposible que estuviera aquí. Primera puerta a la izquierda del pasillo, un trastero. Mirad, creo que será mejor que relate literalmente qué se decía a sí mismo, será más veraz. Eso seguro.

Joder, joder, dos puertas y nada. Va, vamos con esa tercera, la que queda al otro lado. Un pequeño trastero… ¿Quizá detrás de esa cómoda? Mmmm, no. Nada. Vamos, Constantine, vamos, vas a encontr… ¡¿QUÉMIERDA?! Hostia, joder, joder… ¡No! No ha sido nada, no ha sido nada. Sólo estás sugestionado. Nada puede haber pasado como un rayo tras de ti. Estás solo aquí y Ambrosius es sólo un mal bromista. Va, siguiente puerta.
¿Ambrosius? ¿Rose? Vamos, compañero, deje las bromas para otro momento. Acabo de encontrar el dormitorio principal y creo que el colgante debe estar aquí. —los nervios no le abandonaban.

Se adentró en el dicho dormitorio, de puntillas y con ese recién adquirido miedo. Tras él, la puerta se cerró sin más ruido que el del mecanismo al cerrarse. Casi inaudible.

¡¿PEROQUÉ?! Está bien, no pasa nada. Se ha cerrado sola, debe ser de esas puertas que no aguanta abierta por sí misma. Tranquilo. Ha de estar por aquí. Seguro.

Lily revolvió el dormitorio, lo inspeccionó de arriba a abajo. Un enorme cuadro representaba una inconcebible escena estelar, en la que masas negras e informes parecían bailar entre galaxias. Tras este cuadro con marco negruzco, de madera desgastada por el tiempo, encontró un doble fondo. Una lámina de acero, que siempre llevaba consigo en los golpes y un pequeño y ligero martillo, dieron buena cuenta del cierre enseguida. Ahí estaba el colgante, rodeado por un brillo antinatural, casi fantasmal. La sensación de desasosiego que se había apoderado de él y su socio, al entrar en la vivienda, creció cual río desbordándose una vez tocó la tan buscada joya. Por su espina dorsal recorrió un frío atenazador al escuchar tras de sí aquella suerte de gruñido canino. Rotó sobre sí mismo, abotargado por el pánico, para ver lo último que aquellos ojos jamás llegaron a ver: no era un perro, no del todo. Sí podríamos decir que allí habían hocico, colmillos y unas orejas puntiagudas; como si de un amenazante dóberman se tratase. Pero no, no tenía patas en sí, solamente una bruma que le sostenía espectralmente en suspensión. Tampoco poseía consistencia alguna, pues estaba hecho de esta misma bruma. Esto fue lo último que Lily pudo ver. El Perro de Tíndalos le arrancó de la realidad conocida para atarlo en el vacío por siempre jamás. Nadie, nunca, volvió a saber de ellos.














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